Este jueves 20
de marzo perdimos a un buen hombre. Parece mentira, o un sueño, que nos arrancara
la primavera de esta forma. De buena mañana, como una terrible noticia, comenzó
a extenderse a través de mensajes. Primero de extrañeza, después de dolor.
Eulogio, el tío Eulogio, había fallecido.
Los viernes, paella.
Para la mayoría
de nosotros, la vida adulta comenzó cuando escapábamos, cada viernes, de la
última clase del instituto para ir a un pequeño bar de la calle Montes a comer
paella con un botellín de Cruzcampo. Sucedió a muchas generaciones, todos con
catorce o quince años. Algún amigo, generalmente de más edad, nos llevaba a ese
bar que había conocido a través de otro amigo, de un tío o de su padre. Así sucedió
siempre en el Eulogio, que unos
recibíamos el secreto de otros y lo comunicábamos a los siguientes.
Un caballero.
Para Eulogio daba
igual que fuéramos apenas adolescentes. Siempre era exquisito en el trato. Era
un caballero, y te hacía sentir como tal. Por eso todo el mundo volvía, tantas
veces. Porque, en el Eulogio, nadie
era juzgado, ni por joven, ni por pobre o rico, ni por nada. Allí se
encontraban, compartiendo barra y altramuces, decenas de chavales cubata en mano, señores mayores ya
jubilados, obreros recién salidos del trabajo, familias sentadas en las mesas
bajas, junto a la tele, esperando pacientemente las tapitas de Eulogio para
cenar.
Pa(z)iencia.
Cenar con
Eulogio era armarse de paciencia. Él administraba la dimensión de su plancha
para que todo el mundo fuera recibiendo remesas de serranitos, salmón con queso
fresco o champiñones plancha. Pero sin prisas.
Eulogio no
estaba para prisas. Y allí todos lo sabían. Porque él cocinaba, él limpiaba las
mesas y fregaba los cacharros. Él servía las copas.
Cuando le
faltaban manos, ordenaba que cada uno se sirviera libremente. Igual los
cacahuetes, que la ginebra. Porque aquello era nuestra casa. Tantas veces no
quisimos irnos. Tantas veces Eulogio no quería que nos fuéramos.
Nos quedábamos
para charlar. No importaba la bulla. él siempre tuvo tiempo, aunque Eulogio gustaba
más de preguntar que de responder. Tuvimos conversaciones íntimas, donde su
interés era sincero y profundo. Hicimos bromas –y muchas-, con las que reía
constantemente, siempre desde el fondo de la barra, cargado de prudencia y
bonhomía. Esa risa: jo, jo, jo, medicinal,
llena de paz. Cómo olvidarla. Y tuvimos conversaciones interesantes, donde sus
preguntas eran agudas. Llenas de matices. Porque Eulogio fue, sin duda, un
moderno.
Un moderno.
Ese tipo menudo
sabía de la vida. No importa cuánto quisiera ocultar sus conocimientos de cine,
música o arte. Aquel bar suyo, templo de tradición, con su cartel giratorio y
luminoso que anunciaba el menú y las paredes llenas de retratos de artistas y
fotos de París era demasiado hermoso y demasiado chivato del vanguardista que
escondía tras la barra. Su coche en la puerta, sus paseos en bici para hacer la
compra e ir al campo, sus chanclas de cuero, sus colgantes y pulseras.
Cuando le daba
la gana, se largaba con sus amigos a Madrid, una o dos semanas. Se iba a las
tascas de los barrios del centro y a las grandes discotecas, donde la música
electrónica ensalzaba su modernidad desmesurada.
Detrás la barra, apoyado.
Luego regresaba
a casa, con su madre, su hermana, su cuñado y sus sobrinos, herederos de su
genio. Como él lo heredó –alguna vez nos contó- también de su tío Eulogio.
Ahora ha dejado
huérfana a Ronda de su arrolladora y prudente modernidad y, sobre todo, de su inmenso
corazón. Pero siempre estará, de algún modo, dentro de la barra, echado hacia
detrás, como él se solía ponerse. Escuchando atentamente, con una copita de ballantines y el mismo amor a nuestras confesiones,
bromas y estupideces.
Allí llegamos
como niños. Si nos hicimos personas adultas en ese templo de modernidad, quién
lo sabe. Él nos trató como hombres, y fue el primero en hacerlo.
Esos mismos
hombres que hoy te lloran como niños, te despiden.
Hasta siempre,
tío Eulogio.
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