Los edificios de gobierno se amontonan en torno al Zócalo junto a la Catedral, que recuerda al Valle de los Caídos, con enormes estatuas de los cuatro Evangelistas en el frontispicio. A unos pocos metros, unas grutas absorben a los paseantes hacia un sótano misterioso con tres pisos de profundidad. Es el Mercado Central, el lugar donde encuentras figuritas del Belén en pleno mes de mayo y ungüentos milagrosos que hacen caer rendida a tus pies a la mujer amada, de venta en pequeños puestos rodeados por un millar de restaurantitos. Ofrecen tamalitos de chipilín y tostadas de harina horneada con queso, cebolla y aguacate. Un tipo apura su cerveza Gallo porque tiene que coger el autobús y ve que no llega, aunque sea a unas pocas cuadras de donde se encuentra. Va con una pequeña maleta sin ruedas en la que apenas le entran dos o tres pantalones, ropa interior y algunas camisetas. Menos mal que sólo tiene un par de zapatos, porque no le habrían entrado en la maleta y el disgusto de tenerlos que dejar habría sido tremendo. Vuelve a mirarse los que lleva puestos; levanta la puntera y luego los gira, primero uno y luego el otro, para ver los laterales. Y echa a andar.
Llega hasta la camioneta sin problemas, a veces es así, demasiado riguroso con la hora. Busca el asiento que dice en su billete y lo encuentra casi al fondo del vehículo, en una fila con dos asientos. Trata de acomodarse, pero el asiento tiene un fastidioso exceso de muelles caprichosamente repartidos que le hacen la puñeta. Después, cuando lleven un rato de camino, se dará cuenta de que todos los muelles que le sobran a su asiento, le faltan a los amortiguadores del coche.
Se queda medio sopa en lo que el autobús arranca y le enfada que, justo antes de la salida, se le siente al lado un español jadeante que a punto está de no llegar a tiempo.
En el camino charlan sin intimar, aunque animosamente. El fútbol es una maravilla para estas ocasiones y la selección española no tiene precio como pasarrato.
En el paso de la frontera, aquéllos que lo necesitan reciben su visado. Un papelito y un sello de entrada en el país que le colocan en la página 26 del pasaporte, encima de una marca de agua con forma de quetzalito, aupado sobre un pergamino y dos escopetas.
El resto del camino lo hace viendo por la ventana, con la mirada perdida mientras el día se va oscureciendo, seguramente sin pensar en nada. No pasa mucho tiempo hasta que aparece la caseta del Instituto Nacional de Migración. Un agente bajito pero robusto, con uniforme completamente azul y los cordones de las botas cortándole la circulación, sube al autobús y se le acerca. Sus malas formas despiertan a los pocos que dormían. “¿A dónde va, Papi?” Le espeta. Le contesta lo que le parece, pero menos le importa al agente, que sigue con su estilo. “diz que no es de aquí, tendrá que acompañarme”. En ese momento, las explicaciones se vuelven tartamudeos y un minuto después se cortan, a la vista de lo inútiles que resultan. Maquinalmente, el agente insiste “le tengo que pedir que abandone el carro. ¡Le tengo que pedir que abandone el carro!”.
El autobús arranca, le falta un pasajero y casi nadie lo ha notado. Los topes del camino y las pequeñas sacudidas que provoca la falta de suspensiones del autobús van desplazando poco a poco al español, hasta que ocupa completamente el lugar que ha quedado libre. Ya no quedan restos de ausencia.
En esos días, la Gobernadora de Arizona ha dictado una ley que permite a cualquier agente de la policía detener a cualquier persona, sin explicación ninguna, si cree que está o pretende permanecer ilegalmente en el país. Es la famosa ley SB 1070, que ha indignado a Méjico, el país vecino.
Una ley que no tiene nada que ver con esta historia, que transcurre en el paso fronterizo de Guatemala hacia México, donde un agente malencarado se lleva detenido a un hombre, porque sus pintas eran de ilegal. No le importa la explicación que le quisieron dar. Fuera cierta o no.
Al llegar al destino, nadie recoge la pequeña maleta sin ruedas, menos mal que no compró los zapatos nuevos.
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