
Desde siempre he sentido una especie de atracción casi morbosa por la crónica de actualidad política en España. De ella siempre me ha gustado que, cada mañana, parecía llevarme a una montaña rusa de emoción, de lo trágico a lo conmovedor. De ahí, a lo bochornoso.
Como llevado por un ritual supersticioso, era incapaz de salir de casa sin escuchar a Carlos Herrera. No me perdía su última crítica a Zapatero, ni la última filtración a El País sobre Gürtel, ni las últimas averiguaciones de El Mundo sobre el Titadyne usado en los atentados del 11-M.
Demasiadas mañanas me conseguían enfadar. Casi me hacía daño al estómago. Náuseas de tantos políticos sinvergüenzas, apegados al poder del terruño, desafiantes. Otras veces, no eran los políticos. Éramos todos. Me preocupó -me enfadó- aquél escándalo racista que estalló en El Ejido. Se me cayó la cara de vergüenza propia cuando en Ceuta construímos una alambrada de cuatro metros de alto para alejar a los subsaharianos de nuestras fronteras y, de paso, dejar el recado a los moros de dónde no pueden pasar. Me sentí culpable el día en que unos energúmenos, nazis ultras de un equipo de fútbol catalán, dieron una paliza de muerte a un equipo de inmigrantes contra el que jugaban, al árbitro, los linieres y a parte del público. Me ví reflejado, demasiadas veces he estado en situaciones parecidas, donde el odio casi te gana la partida.
Afortunadamente, en el transcurso de la mañana, mi indignación remitía. A mi alrededor, la gente tenía buena fé en la mayoría de los casos, y la imagen de depravación que la prensa me había transmitido se iba disipando, ahogada en el buenismo de la realidad.
Ahora que estoy lejos pensaba librarme de esta adicción por devorar la actualidad que tan poco bien me hace. Pero no. Internet me permite empezar la mañana con la prensa calentita. Puedo seleccionar qué parte quiero escuchar de cada programa de radio (ventajas de las siete horas de diferencia horaria), eliminar la publicidad y marchar al trabajo bien instruido (bien indignado) por los dos Carles, Francino y Herrera. Mejor que si estuviera en la plaza de Carmen Abela.
Sin embargo, una pequeña diferencia sí que hay. Ahora, cuando salgo a la calle, no me encuentro con la realidad que contrasta el absurdo que los medios relatan. Méjico habla de otras cosas y la información no se contrasta, no hay desengaño, ni la indignación se disipa.
He pasado a preguntarme por qué lo que cuentan los medios va a ser falso, cuando mi único argumento en contra es mi ridícula ínsula de cotidianeidad, mi paseo de casa al trabajo, a veces un bar, las veinte personas -tirando por lo alto- con las que hablo cada día. Me pregunto qué sé yo realmente para afirmar que en España no somos racistas. Por qué El Ejido fue un hecho aislado. Por qué el muro de Ceuta no es igual que el construido por los israelíes en Cisjordania para alejar a los palestinos.
Me lo pregunto porque, esta semana, irritado por los sucesos de Vic en que el ayuntamiento denegaba sin razón legal para ello la inscripción en el padrón a inmigrantes ilegales, me ha tocado pasar las mañanas -puñeteras casualidades de la vida- en el Instituto Mexicano de Migración, para conseguir mi visado. Colas eternas, la absoluta incertidumbre de qué documentos te van a pedir, tan absoluta como la necesidad de obtener el permiso. Tanto, que sin él, yo pasaría a ser un ilegal, un perseguido, sin dinero ni garantías.
Por esto, allí había gente sufriendo. Muchos europeos con pinta de no haber pasado necesidad jamás.
Yo sufría, incluso sabiendo que tengo dinero para volver a España y que, una vez allí, tendría trabajo, familia y amigos. Y, aún así, sufría. Por suerte, mi situación es fácil y Estela, una agente de policía que teje colchas en la puerta de Inmigración, y Marielena, la funcionaria encargada, me ayudan en la entrevista.
Pero cúanto no sufrirán los ilegales -se me eriza la piel con esta palabra- en España. Y ninguna Estela que seguir, ninguna Marielena. Sólo miseria, y pena.
Qué pena.